Surge así el lenguaje como arma política, que en vez de incluir, excluye; en vez de aglutinar, separa; en vez de sumar, resta; en vez de agrupar, dispersa; en vez de permitir, censura, y en vez de ayudar, traiciona.
El poder de las palabras, en su lado oscuro, se desarrolla a través de un entramado expansivo y totalitario que pretende imponer el dominio del significante sobre el significado. De esta manera, el primero, en manos de un poder interesado y corporativo, borra el sentido de lo real, deforma el orden social y político y facilita la manipulación y el engaño.
Si nos detenemos a observar esa realidad veremos con estupor de qué manera las palabras pronunciadas desde el poder, dueño del capital lingüístico y simbólico, traicionan y derriban lo que decimos y hasta lo que pensamos. El sentido de la responsabilidad y del compromiso, de la seriedad, de la firmeza, se han perdido irremediablemente.
En este mercado lingüístico, las reglas del discurso gobiernan lo que se dice y queda sin decir e identifican a los que pueden hablar con autoridad y a los que sólo deben escuchar y callar. El discurso verbal dominante en la clase política determina lo que cuenta como verdadero y relevante, lo que se debe hablar y lo que debe ser disimulado u ocultado. Así, el poder protege la forma de pensar y actuar de los ciudadanos al informar y modelar nuestra psique.
El truco es de sobra conocido: un ejército de lexicógrafos al servicio del poder nos vende, "desplazados" por deportados o expulsados, "daños colaterales" por víctimas civiles, "valla de seguridad" por muro de la vergüenza, "ayuda humanitaria" por ocupación militar en toda regla o "movimiento de liberación nacional" por terrorismo. Y esto ocurre para acomodar armoniosamente la realidad a la visión de cada una de las partes dentro de lo que se entiende como políticamente correcto. Las palabras, así utilizadas, esconden la realidad o en el peor de los casos consuman su muerte, y se convierten en mera incoherencia o sonido que ni siquiera llega a tener una clara articulación de significados. Con toda razón decía Adamov: "Gastadas, raídas, vacías, las palabras se han vuelto fantasmas en las que nadie cree".
Los nuevos lingüistas de la política se preparan para hacer del idioma un arma efectiva de dominio y para degradar con él la dignidad del habla humana y reducirla a retórica irresponsable. No debemos engañarnos. Las palabras no son ajenas al horror. Cuando se habla entre la niebla y la obscenidad, se favorece la vuelta de botas implacables de corte totalitario. Cuando el lenguaje se utiliza para entrar sin pudor y con impunidad en el infierno de los oprimidos, las palabras pierden su significado y adquieren tintes de pesadilla. Cuando la lluvia de mentiras verbales se convierte en estrepitoso diluvio, hemos de temer lo peor.
Que Hitler Y Goebbels hablaran en público con entusiasmo no fue pura casualidad. En su tratado Cinco dificultades con que se tropieza cuando se escribe la verdad, Bertolt Brecht soñaba con un nuevo idioma capaz de enfrentar vitalmente la palabra y el hecho, el hecho y la dignidad humana, de forma que ésta recuperara el lugar perdido por la degradación de los hombres en sus comportamientos y relaciones basadas en la mentira y la manipulación.
Devolver al lenguaje su musculatura moral, su pureza originaria, su condición de don supremo del hombre, rehabilitar el sentido y la verdad de las palabras debe ser nuestro compromiso. La mentira lingüística también es violencia, violencia simbólica. La más insidiosa de todas.
Retornar a las palabras esenciales significa decretar una guerra incruenta al lenguaje parasitario, frívolo y truculento, propio de algunos medios de comunicación, repleto de pontificaciones enlatadas y de lugares comunes que mantienen y propagan la bulimia consumista. Frente a éstos, la intransigencia ética debe ser la norma.
Frente a un lenguaje prostituido se debe luchar por otro que defienda los valores básicos de la dignidad, la libertad, la tolerancia y la democracia."